No fue una discusión explosiva. No hubo gritos ni portazos. Fue más bien un silencio denso, de esos que pesan más que cualquier palabra hiriente. Una distancia que creció de manera casi imperceptible… entre miradas que ya no se encontraban y abrazos que, aunque se daban, ya no se sentían igual.

Ellos solían ser cómplices. Se reían con solo cruzar una mirada en medio de la cocina, improvisaban bailes torpes mientras lavaban los platos y soñaban en plural. Pero el tiempo, las rutinas y las heridas no expresadas… fueron tejiendo una barrera casi invisible que comenzó a separarlos.

Una noche, ella lo miró a los ojos, con lágrimas a punto de caer, y dijo:
—“Siento que nos estamos perdiendo… y no quiero que llegue el día en que nos soltemos para siempre.”

Él, con un nudo en la garganta, bajó la mirada. No sabía cómo, pero tampoco quería rendirse. Ese momento, en lugar de ser el final, fue una chispa. Por primera vez en meses, hablaron de verdad. No para reprochar, sino para escuchar. No para defenderse, sino para comprender.

Se prometieron pequeños gestos: un café juntos sin pantallas, una caminata los domingos, una cita improvisada entre semana, y sobre todo, la valentía de expresar lo que sentían antes de que el silencio lo sepultara.

No fue fácil. Hubo recaídas, lágrimas y días en que parecía más sencillo dejarlo ir. Pero también hubo abrazos renovados, miradas recuperadas y risas que regresaron tímidamente, como flores en primavera.

Con el tiempo, descubrieron que el “nosotros” no se pierde de golpe… se apaga lentamente si no se cuida. Y que, con voluntad, amor y paciencia, se puede reavivar.

Hoy, cuando se miran, no ven solo al esposo o la esposa… ven al amigo, al cómplice y al amor que decidieron salvar. Porque entendieron que amar también es quedarse para reconstruir lo que parece roto.

“Reflexiones de Pareja”

Carlos Rodriguez.

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