El banco del parque siempre había sido el refugio de Don Ramón. Bajo la sombra generosa del viejo roble, veía pasar las estaciones de la vida como si fueran hojas cayendo, cada una con su propia belleza y melancolía. Pero sus ojos, antes brillantes con la curiosidad del mundo, ahora parecían velados por una tristeza persistente, un grisáceo recuerdo de la partida de su Elena.
Hoy, sin embargo, algo revoloteaba diferente en el aire. No eran solo las hojas danzando con la suave brisa, sino una mariposa. No una cualquiera, sino una de alas de un azul tan intenso que parecía haber robado el color al cielo de un día de verano. La mariposa danzaba a su alrededor, deteniéndose fugazmente en el dorso de su mano arrugada, como si quisiera depositar allí un secreto.
Don Ramón la observó con una quietud inusual. Hacía meses que nada capturaba su atención de esa manera. Desde que Elena se había ido, el mundo parecía haberse despojado de sus colores más vivos, dejando solo una paleta de grises y marrones. La risa de los niños, el canto de los pájaros, incluso el calor del sol en su piel, todo se sentía distante, amortiguado.
La mariposa azul revoloteó hacia una mata de margaritas blancas. Don Ramón la siguió con la mirada, un ligero ceño fruncido dibujándose en su rostro. Elena amaba las margaritas. Decía que eran la prueba de que incluso en la más simple de las flores se escondía una belleza pura y resistente.
De repente, otra mariposa se unió a la primera. Esta era de un amarillo vibrante, como un rayo de sol atrapado en alas delicadas. Las dos mariposas comenzaron a danzar juntas, un torbellino de azul y amarillo sobre el blanco inmaculado de las margaritas.
Don Ramón sintió un nudo en la garganta. Elena siempre decía que la vida era como un jardín, lleno de flores de diferentes colores, cada una con su propia fragancia y encanto. La tristeza, pensó, era como una sombra que intentaba oscurecer la belleza del jardín, pero los colores siempre encontraban la manera de resurgir.
Mientras observaba la danza etérea de las mariposas, un recuerdo emergió de las profundidades de su memoria. Era un día soleado en su juventud, cuando él y Elena, recién casados, caminaban por un campo lleno de flores silvestres. Elena se había detenido para admirar una mariposa azul posada sobre una margarita amarilla. “Mira, Ramón,” había dicho con una sonrisa radiante, “incluso los colores más diferentes pueden bailar juntos en armonía. Así es el amor, así es la vida.”
Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de Don Ramón, pero esta vez no era una lágrima de pura tristeza. Era una lágrima de reconocimiento, de comprensión tardía. La partida de Elena había dejado un vacío inmenso, un hueco imposible de llenar. Pero su amor, como los colores de las mariposas danzando, seguía presente, vibrante, recordándole la belleza que aún existía en el mundo y dentro de él.
Se dio cuenta de que aferrarse al gris de la pena no honraba la vida llena de color que había compartido con Elena. Ella no querría que su recuerdo lo sumiera en la oscuridad, sino que lo impulsara a encontrar la belleza en cada nuevo día, en cada pequeña maravilla, como el vuelo inesperado de dos mariposas danzando sobre unas margaritas blancas.
Con una lentitud cansada, Don Ramón se levantó del banco. El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosados. Por primera vez en mucho tiempo, notó la calidez en su rostro. Miró las mariposas, que ahora se habían posado juntas en una margarita, sus alas vibrando suavemente.
Sonrió levemente. El jardín de la vida seguía floreciendo, incluso sin Elena a su lado. Y él, aunque con el corazón aún latiendo con su recuerdo, podía elegir ver los colores, escuchar la música, sentir la calidez. Podía elegir honrar su amor viviendo plenamente, abrazando la belleza que aún lo rodeaba.
Porque incluso en los corazones más afligidos, como en las alas de una mariposa, siempre hay un color oculto esperando ser descubierto, una chispa de esperanza lista para danzar de nuevo. Y a veces, solo necesitamos una pequeña señal, un aleteo inesperado, para recordarlo.
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